lunes, 24 de junio de 2013

UNIDAD DE ESPÍRITU


 
 
Si usted es norteamericano o europeo no tome en cuenta este mensaje.

Durante mis años de ministerio he visto algo que es, al parecer, típico de nuestra cultura latinoamericana. Cada vez que hablo a una persona acerca de Jesús, el Evangelio o mi creencia en Dios, de inmediato surge la frase “yo soy católico” o explicaciones como estas: “desde chico fui creyente y creo en Dios”, “yo no me cambio de religión”. Y si me presento como pastor, no faltará la pregunta “¿pastor evangélico?”. Todas estas frases son como un escudo que las personas se ponen por temor quizás a ser sacadas de su posición de fe. Cuando nuestra única intención ha sido hablar de Jesucristo y el gran amor que nos une a Él, ellos sienten esto como un ataque o invasión de su intimidad, como una ofensiva “evangélica”, no del “evangelio de Jesús” sino de una iglesia evangélica, o “canuta” como suelen llamarla.

¡Qué lamentable es esta reacción, toda vez que lo único que nos mueve es el auténtico anhelo de dar a conocer la fe de Jesús! Pero muchos católicos y personas que han sido educadas en la cultura católica latinoamericana, no lo ven así. Ellos creen que estamos invadiendo un territorio para hacer que todos renieguen de esa forma de fe y hacerlos “evangélicos”.

Admito que hay numerosos hermanos evangélicos que tienen una prédica agresiva y radical contra el catolicismo, que critican sus formas de culto y creencias, que no respetan su modo de vivir el cristianismo. Pero no son todos así. Creo que puede existir un diálogo respetuoso entre católicos y evangélicos. ¿Acaso no creemos en el mismo Dios Autor de la vida, en el mismo Salvador y Señor de la Humanidad, y en igual Espíritu Santo? Por supuesto que hay interpretaciones de la fe y la Biblia en las que diferimos, pero el amor cristiano debe conducirnos hacia aquello que nos une y no a lo que nos separa.

Las cúpulas religiosas pueden ordenar o sugerir esta relación con decretos y normas eclesiales, pero finalmente el asunto se resuelve en la calle, la familia, el hogar, el trabajo, la escuela, allí donde compartimos católicos, evangélicos, creyentes de otras iglesias, agnósticos, ateos y librepensadores. ¿No debiera ser la tolerancia, respeto y buena voluntad, en definitiva el amor, la virtud que gobernara nuestras relaciones en torno a las creencias?

Necesitamos acercarnos, conocernos, aprender de los otros. He conocido muy buenos cristianos católicos, personas con verdadera fe y solidarios con el que sufre. También he conocido personas que se dicen cristianas, pero son el vivo ejemplo de la cizaña en la parábola de Jesús, “cristianos” que hacen mucho mal a la Iglesia. Por otro lado, leyendo acerca de las diversas doctrinas de las iglesias y comparándolas con las vivencias de los creyentes, me he dado cuenta que no todos vivimos conforme a ellas; una cosa es la teoría religiosa y otra su práctica. A nuestro juicio, la causa de esto no es la hipocresía, la ignorancia o la falta de compromiso con la fe, sino la percepción personal de Dios y la fe, sujeta a la enorme diversidad humana.

Debo refrendar esta reflexión con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Éfeso:

“Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, / con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, / solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; / un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; / un Señor, una fe, un bautismo, / un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Efesios 4:1-5)