“Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. / Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. / Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.” Génesis 12:1-3
Para una comunidad cristiana joven, como la nuestra, con no más de dos años, a pesar de que varios de nosotros provenimos de un ministerio que compartimos en el pasado, para una iglesia emergente, ésta es una Palabra de Dios que nos habla directamente a nosotros. Y a ti, que navegas por este sitio, te digo lo mismo; no por casualidad estás leyendo este mensaje. Como al patriarca Abraham habló Dios en el pasado hace casi cuatro mil años, de la misma forma te habla hoy a ti y a mi, porque Él es eterno y Su Palabra no tiene tiempo; Dios habló en el pasado, habla en el presente y seguirá llamando al Hombre por la eternidad.
Dice la Biblia en el libro de Génesis, que es el libro de los comienzos, que el Señor habló a Abram ordenándole ”Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.” Y ¿acaso no hemos tenido todos los cristianos que abandonar “la casa de nuestros padres”, en el sentido de dejar atrás formas de pensamiento propios de este mundo? Esto lo hemos hecho, llamados por Dios, para ir a habitar otra casa, otra tierra, nuestra propia tierra de promisión que es el Reino de Dios. El llamado de Jawé o Jehová, Aquél que dice llamarse “Yo Soy El que Soy”, es un llamado a un Reino espiritual. Ya lo dijo Jesucristo: “Mi reino no es de este mundo”. Sin embargo Su deseo es que ese Reino se establezca en este mundo y un día eso va a ser posible. Por eso todos los cristianos oramos: “Venga a nosotros Tu Reino”. El Dios Todopoderoso desea instalar Su Reino en nuestros corazones y desde allí saltar a toda la sociedad y apoderarse de lo temporal. De modo que el llamado que hace siglos hizo Dios a nuestro padre Abraham, aún sigue resonando y ahora para nosotros.
Una cosa interesante es que este llamado del Altísimo contiene además una promesa. ¡Una promesa Divina que no sólo es para el bueno de Abraham sino también para ti! “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.” Todos nosotros pertenecemos a un país o nación, porque no hemos dejado de ser legalmente ciudadanos, y como tales tenemos la obligación de colaborar y trabajar por el progreso de la sociedad, sobre todo en el plano moral y espiritual. Pero como lo decíamos en el párrafo anterior, ahora pertenecemos al gobierno de Dios, cuyo Rey, máxima autoridad, es Jesucristo. A Él debemos toda obediencia. No en vano le llamamos “Señor” como queriendo significar con esto “Él es mi Dueño, yo soy su siervo”. Si actuamos en forma coherente y consecuente con Su Señorío, la promesa de ser grandes se cumplirá. Cuando Dios dice “Haré de ti una nación grande” no lo enuncia con criterios humanos de grandeza, sino con Su mirada que se proyecta más allá de nuestro tiempo y espacio limitados. Para el hombre, ser grande es figurar, tener prestigio, sobresalir por capacidades y poder; para Dios la grandeza la constituye el amor, del cual el mejor modelo es Su Hijo Jesucristo. Llegar a ser como Él es ser grandes. Si muchos de éstos “grandes” hubiera en la sociedad, constituiríamos una gran nación.
Toda promesa de Dios se cumple, no es una palabra lanzada al vacío o un augurio de algo que puede o no suceder, sino que es una realidad firme que está ubicada en nuestro futuro y que es vista por Dios. Si Él te dice hoy “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición” es que así se cumplirá. Un solo requisito hay para su cumplimiento: que tú creas. Dice la Biblia que Abraham creyó y esto le fue contado por justicia (Génesis 15:16) es decir que su fe fue tan grande como la mejor de las obras de misericordia que nosotros pudiésemos realizar o como el mejor acto de virtud cristiana. Su fe le fue contada por justicia.
Para una comunidad cristiana joven, como la nuestra, con no más de dos años, a pesar de que varios de nosotros provenimos de un ministerio que compartimos en el pasado, para una iglesia emergente, ésta es una Palabra de Dios que nos habla directamente a nosotros. Y a ti, que navegas por este sitio, te digo lo mismo; no por casualidad estás leyendo este mensaje. Como al patriarca Abraham habló Dios en el pasado hace casi cuatro mil años, de la misma forma te habla hoy a ti y a mi, porque Él es eterno y Su Palabra no tiene tiempo; Dios habló en el pasado, habla en el presente y seguirá llamando al Hombre por la eternidad.
Dice la Biblia en el libro de Génesis, que es el libro de los comienzos, que el Señor habló a Abram ordenándole ”Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.” Y ¿acaso no hemos tenido todos los cristianos que abandonar “la casa de nuestros padres”, en el sentido de dejar atrás formas de pensamiento propios de este mundo? Esto lo hemos hecho, llamados por Dios, para ir a habitar otra casa, otra tierra, nuestra propia tierra de promisión que es el Reino de Dios. El llamado de Jawé o Jehová, Aquél que dice llamarse “Yo Soy El que Soy”, es un llamado a un Reino espiritual. Ya lo dijo Jesucristo: “Mi reino no es de este mundo”. Sin embargo Su deseo es que ese Reino se establezca en este mundo y un día eso va a ser posible. Por eso todos los cristianos oramos: “Venga a nosotros Tu Reino”. El Dios Todopoderoso desea instalar Su Reino en nuestros corazones y desde allí saltar a toda la sociedad y apoderarse de lo temporal. De modo que el llamado que hace siglos hizo Dios a nuestro padre Abraham, aún sigue resonando y ahora para nosotros.
Una cosa interesante es que este llamado del Altísimo contiene además una promesa. ¡Una promesa Divina que no sólo es para el bueno de Abraham sino también para ti! “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.” Todos nosotros pertenecemos a un país o nación, porque no hemos dejado de ser legalmente ciudadanos, y como tales tenemos la obligación de colaborar y trabajar por el progreso de la sociedad, sobre todo en el plano moral y espiritual. Pero como lo decíamos en el párrafo anterior, ahora pertenecemos al gobierno de Dios, cuyo Rey, máxima autoridad, es Jesucristo. A Él debemos toda obediencia. No en vano le llamamos “Señor” como queriendo significar con esto “Él es mi Dueño, yo soy su siervo”. Si actuamos en forma coherente y consecuente con Su Señorío, la promesa de ser grandes se cumplirá. Cuando Dios dice “Haré de ti una nación grande” no lo enuncia con criterios humanos de grandeza, sino con Su mirada que se proyecta más allá de nuestro tiempo y espacio limitados. Para el hombre, ser grande es figurar, tener prestigio, sobresalir por capacidades y poder; para Dios la grandeza la constituye el amor, del cual el mejor modelo es Su Hijo Jesucristo. Llegar a ser como Él es ser grandes. Si muchos de éstos “grandes” hubiera en la sociedad, constituiríamos una gran nación.
Toda promesa de Dios se cumple, no es una palabra lanzada al vacío o un augurio de algo que puede o no suceder, sino que es una realidad firme que está ubicada en nuestro futuro y que es vista por Dios. Si Él te dice hoy “Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición” es que así se cumplirá. Un solo requisito hay para su cumplimiento: que tú creas. Dice la Biblia que Abraham creyó y esto le fue contado por justicia (Génesis 15:16) es decir que su fe fue tan grande como la mejor de las obras de misericordia que nosotros pudiésemos realizar o como el mejor acto de virtud cristiana. Su fe le fue contada por justicia.
El Señor finaliza sus palabras de revelación, prometiendo a Abraham y todos los que por fe somos sus hijos, diciendo: “Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” Siglos después Jesucristo diría unas palabras similares: “El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.” (San Mateo 10:40) Cuando acogemos la Palabra de Dios, no importa de quien venga, sea éste un pobre, un ignorante o un señor muy distinguido, una mujer o una persona de otra raza o etnia, en fin cualquiera sea su origen, pero le escuchamos como portador de una Verdad, entonces somos bendecidos y ellos a su vez son benditos por Dios. En cambio si maldecimos, despreciamos, negamos, hablamos mal o somos indiferentes a la Palabra de Dios, entonces esa maldición, ese desprecio, esa negación, ese mal hablar que es “maldición”, se volverá a nosotros. No que Dios nos maldiga, sino que nuestra propia actitud actúa sobre nosotros, como ley de la vida.
Queridos discípulos, hermanos y amigos: Hoy más que nunca el mundo necesita de hombres y mujeres como el patriarca Abraham. Nuestro país y ciudad requieren de personas íntegras, dispuestas a comprometerse con la causa del ser humano, necesitamos volver a los valores más puros del cristianismo; recuperar esa fe absoluta, esa plena confianza en Dios, que llega a darse ciegamente por Él y el amor; recuperar la paz en la conciencia, fruto del perdón y de la justicia de Cristo, que dio su vida por la Humanidad –de esa cruz mana toda nuestra sanidad espiritual, psicológica y física- ; recuperar el amor verdadero que es el que viene de lo alto y mira hacia lo alto, que ve por sobre los criterios humanos y es capaz de compartir y convivir con el que piensa y siente diferente, que es tolerante, paciente, magnánimo, ecuánime, misericordioso…; en definitiva recuperar la esperanza de que hay una salida, una solución al problema humano –el pecado, la culpa, el egoísmo y la ignorancia-, una puerta que fue abierta por Uno que dijo “Yo Soy la puerta”, Uno al que llamaron “el Hijo del Hombre” porque es la más alta expresión de ser humano en cuanto a virtudes, porque es el mejor Hombre que ha habido sobre la tierra, a tal punto que Dios le resucitó y le nombró Señor y Cristo de toda la Humanidad.
Conforme a la promesa de Dios al patriarca, “y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”, de su estirpe nacería veinte siglos después el Salvador del mundo, el Hijo del Hombre, Jesucristo, por el cual han sido bendecidas todas las naciones. La bendición del Señor para las naciones debe completarse en esta generación, para que Jesucristo vuelva a la tierra, a establecer Su gobierno perfecto que borrará toda tristeza y toda enfermedad. De usted y de mi depende que esta promesa sea cumplida a cabalidad, que todas las familias de su barrio, de su ciudad y de su nación sean bendecidas con el amor del Señor. Trabajemos por ello, como auténticos cristianos y discípulos de Jesucristo, para que Él vuelva pronto. Sólo así seremos bendición para esta sociedad. ¡Maranata! Sí, ven pronto, señor Jesús.
Busca Su Rostro cada mañana.
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